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Revista Compartiendo (Abril 2016).
Aunque todo el mundo nos abandone, Dios nunca lo hace
Vivir es lucha, esfuerzo, comprensión, tolerancia, todo acompañado por la presencia innegable de la gracia de Dios. Cuando sentimos la cercanía la amistad y la bondad de Nuestro Señor, estamos en condiciones de comenzar a vivir en plenitud.
Suele ocurrir que cuando pronunciamos la palabra vida, también acuda a nuestra mente la palabra soledad. Y junto a esta última otras tales como cansancio, frustración.
Todos tenemos altibajos. Es muy difícil vivir una vida sin problemas pero, cuando actuamos de manera positiva siempre encontramos respuestas para sobrellevarlos. De esta forma es casi imposible sentir que vivimos en soledad. Nuestro positivismo nos conecta con la humanidad y nos permite ver la claridad en medio de la oscuridad.
En estos tiempos la sensación de soledad ha penetrado en casi todos los ambientes y niveles. Es tan grande y poderosa que algunos suelen decir que ya no tienen deseos de esforzarse para llegar a ver algo mejor.
¿Por qué nos pasa esto?
No me estoy refiriendo sólo a aquellos sin educación o sin fe. He conocido personas con mucha formación, grandes hombres de fe que han quedado sumergidos en una profunda soledad. El afán de perfeccionar al mundo los fue llevando al aislamiento y en consecuencia se sintieron marginados, discriminados, pisoteados, rechazados por los que los rodeaban.
Otros motivos que nos conducen a sentirnos en soledad son: el sentimiento de culpa, la no aceptación del perdón, los miedos, la fobias (estas últimas son provocadas, en muchos casos, por el rechazo que uno mismo hace, de sus propias capacidades). Parece increíble pero, ni el afecto ni la fe naciente, logran apartarnos de ella o rechazarla.
Ahora bien, aún cuando nos sintamos realizados o estemos muy bien, sentir soledad en algunos momentos de nuestra vida, es natural.
Por ejemplo: si una persona que, a lo largo de sus días, ha vivido rodeada de afecto, se aleja de ese ambiente, siente soledad (y es casi insoportable). Si se produce un corte en la comunicación con nuestros pares, también.
¿Qué podemos hacer ante esta realidad?
En primer lugar reconocer nuestras capacidades, no acobardarnos, tratar de enfrentar la vida. En segundo lugar comprender que Dios nos ha dado responsabilidad sobre nuestra existencia. Según como obremos, a partir de ese difícil momento en adelante, nos acercaremos a la felicidad o al fracaso.
Tengan presente que nadie fracasa cuando posee voluntad de luchar, cuando tiene suficiente decisión para enfrentar la adversidad, cuando no busca el ciento por ciento de la perfección en la acción de los hombres, cuando de sus labios suele brotar, a menudo, la expresión: soy capaz de hacer “algo” por mi propia vida.
En cambio, cuando falta esa voluntad, esa movilización interna; naturalmente, nos sentimos solos. Para que esto no ocurra debemos comprender que el cariño de quienes nos rodean, su afecto, no siempre surge espontáneamente, tenemos que ganarlo y ¡no es tan sencillo como parece!
Hay que aprender a vencer el rechazo y las competencias propias de la humanidad de hombres y mujeres; y no permitir que nadie disfrute observando nuestra tristeza.
Todos tenemos una fortaleza psíquica diferente. Por eso, a veces, nos sentimos un poco deprimidos. Y si además, dejamos que los aspectos negativos de “otros” influyan sobre nosotros, disminuimos nuestro positivismo y nos confundimos. Entonces solemos reaccionar encerrándonos en nosotros mismos o apartándonos del mundo. Creemos que si conversamos por carta o mail con alguien durante media hora ya está todo solucionado ¡No! No es esa la manera de actuar, sino abriendo nuestro corazón, reconociendo nuestros defectos, limando nuestras asperezas, adaptándonos a la convivencia fraterna e insertándonos en el mundo con la seguridad de la compañía de Nuestro Padre Celestial.
Si en nuestro camino nos encontramos con exigencias: respondámoslas. ¡Jamás bajemos los brazos!
Muchos jóvenes suelen decir que el primer amor de sus vidas fracasó y que les cuesta volver a arrancar. Yo casi siempre les contesto: “Si ustedes piensan que en el mar existe un solo pez, seguro que (si se alimentan con pescados) morirán de hambre”.
Solo es cuestión de olvidar aquellas vivencias que nos han marcado con dolor y demostrarnos a nosotros mismos que somos capaces de cicatrizar las heridas que nos fue dejando la vida.
A este mundo venimos solitos, paulatinamente nos empezamos a descubrir, luego intentamos formar una familia conquistando los corazones de sus miembros.
Aprendamos a disfrutar de cada día, sin dañar a nadie, sin envidias, sin rencores, sin celos. Encontrémonos con la gracia que Dios pone a nuestro alcance cada momento. Así estaremos contentos aún cuando alguien nos abandone o nos aparte de su vida sin que lo entendamos totalmente, porque la maravilla de la Creación y la providencia divina estarán haciéndonos compañía.
Una vez conversé con un joven que, habiendo descubierto que era hijo adoptivo, se sumergió en una soledad muy grande. Se apartó de todo, y de todos, con el sólo deseo de conocer a sus padres biológicos. Por suerte pudo comprender, con el transcurso de los días, que si bien su angustia tenía basamento, no era una condena. Había recibido mucho afecto durante toda su niñez y su juventud, esto lo ayudó a no sentirse abandonado, a no indagar más las causas y a respaldarse en la Gracia.
Casi siempre la soledad es un sufrimiento psíquico provocado por la falta de fe. Cuando la fe vuelve a instalarse en nuestro interior sabemos muy bien que, aunque todo el mundo nos abandone, Dios nunca lo hace. Su amor está constantemente a nuestro lado.
Vivir tiene sus exigencias y éstas no dependen de la condición socio-cultural que poseamos. Siempre tendremos que enfrentarnos con alguna situación que intenta doblegarnos pero, aunque el mundo nos rechace, aunque nos discrimine, aunque no nos perdone ni nos comprenda, podemos encontrar un camino que nos lleve a la salida.
En el último de los casos, si el ambiente que nos rodea comienza a atarnos a pensamientos negativos: ¡cambiemos de ambiente! Nadie es esclavo de nadie.
Si queremos sentirnos felices algún día ¡nunca mendiguemos amor! Si así lo hacemos viviremos con la eterna duda: ¿me ama o no me ama? Vivir así impide avanzar.
Sólo se trata de enfrentar la adversidad con capacidad, respeto y dignidad. Esclarecer algunos hechos y continuar. ¡Despierten!, no se queden tirados en una cama, movilícense, ¡avancen!, paso a paso, pero con eficacia y con paz.
Cuántos santos de primer orden pasaron por situaciones semejantes. Pensemos en los apóstoles, quienes después de la pasión y muerte de Jesús, se sintieron inmensamente solos. En san José, cuya vida fue plena en sacrificios y aislamiento, pero... ¿cómo obraron? tanto unos como el otro. ¡Creyeron!, no se auto compadecieron, sino que enfrentaron la adversidad con fortaleza y convicción.
San José trabajó incansablemente para que Jesús continuara creciendo en sabiduría y gracia. Y los apóstoles, recomponiéndose del dolor de la ausencia, se ocuparon de transmitir, con creces, la Buena noticia de la Resurrección.
No se encierren en su dolor, no justifiquen el sentir de sus corazones, más bien ábranlos a la buena noticia. Hablen, dialoguen, caminen.
La vida es compleja pero no imposible de vivir.
Pidamos a Dios un hogar en donde reine la paz, una familia feliz, trabajo digno, reconocimiento de nuestras faltas para poder modificarlas, y la compañía de la misericordia de Nuestro Señor más allá de nuestros méritos.
Que al igual que san José seamos serenos, pacientes, tenaces y confiemos plenamente en Dios; y que, a ejemplo de los apóstoles, seamos emprendedores, perseverantes, fieles, para que fortalecidos por la gracia del Espíritu Santo, desterremos para siempre la soledad y nos convirtamos en dignos testigos del mensaje de salvación de Jesús.
Imagen de la portada.
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